
Sin perro, sin hijos, creía que nunca iba a llegar mi momento. Pero llegó. Todo llega. El 2 de mayo, ya para siempre el día del corredor, amaneció radiante. No podía ser menos. Yo soy de los que hubiera salido a las 6, como hago a veces en verano, pero durante esta cuarentena mi reloj se ha atrasado y ahora, desde hace 50 días, es difícil que me duerma antes de las dos.
Abrí los ojos y me fui directo al balcón como quien espera ver allá abajo un encierro de Sanfermín o a los Patriots de Tom Brady desfilando bajo una lluvia de confeti con el trofeo Vince Lombardi en sus manos. No fue tan asombroso pero ahí estaban los corredores, los mismos que desaparecieron hace más de mes y medio, avanzando como afluentes hacia el río. Unos detrás de otros. Cayendo como el agua de esos grifos estropeados. Gota a gota.
Así que bajé y me fui en dirección contraria. Quería huir de las aglomeraciones. Quería disfrutar del momento y correr con cierto desahogo. Salimos y nos fuimos hacia la Fonteta. Uso el plural porque a los 200 metros percibí que no iba solo, que se habían venido conmigo todos los barquillos de chocolate, todas las cuñas de queso y todas las concesiones que me he hecho porque-para-algo-estamos-encerrados, que he devorado estos días de confinamiento.
A los 200 metros percibí que no iba solo, que se habían venido conmigo todos los barquillos de chocolate, todas las cuñas de queso y todas las concesiones que me he hecho porque-para-algo-estamos-encerrados, que he devorado estos días de confinamiento.
Me di una palmadita cariñosa en el vientre y seguí. No tardé en caer en el trampa. Sabía que iba a caer en la trampa. Sí, me crecí. La euforia soltaba una fusta sobre mis piernas, que no tardaron en ponerse briosas.
Me sabía la teoría de memoria. Que los tendones no están para muchas alegrías; que hay que volver como cuando regresas de haber completado un maratón; que hay que tener paciencia… Ya, claro, pero estaba tan a gusto, me sentía tan bien, que apreté el paso. Vamos allá, me dije. ¿Hemos venido a correr o a qué hemos venido si no?
Diez minutos más tarde, quizá algo menos, ya noté que no tenía muchas más reservas. Y ahí sí que me rendí sin el menor atisbo de rebelión. Claudiqué, metí la marcha del gordito trotón y me puse a observar al resto.
Vi muchas caras coloradas. Coloradas, pero felices.
Y puse rumbo a casa. Ya estaba bien por hoy. Treinta minutos que me colmaron como la tirada más larga.
Correr estuvo bien, pero no mejor que lo que vino después. Me abrí paso entre la enorme riada de endorfinas que había inundado la ciudad y llegué a casa para darme la madre de todas las duchas. Comí algo ligerito, como para chincharle yo ahora a mi compañero de carrera, y me lancé a la cama para disfrutar, con el Garbí colándose por la ventana para soplarme en la nuca, de una de las siestas más placenteras de mi vida.
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