Toda historia de amor tiene un inicio, un flechazo adolescente. Juan Botella, actual gerente de Correcaminos y una de las personas que trabaja para llevar a buen puerto el Maratón, nos desvela sus primeros escarceos amorosos con los 42.195 metros de València.

Mi primer recuerdo del Maratón de Valencia se remonta a un póster: justamente el de 1981. A veces, en verano, iba al apartamento de mi primo, y en el dormitorio de invitados colgaba un póster. Mi primo, algo mayor que yo, había participado -no terminó- en la primera edición aprovechando que ese año no sólo se permitía, sino se incentivaba la participación de menores con un trofeo al corredor más joven.
Yo no sabía, por supuesto, que aquel cartel acabaría significando tanto en mi vida. En esos momentos, me limitaba a contemplar cómo el amanecer se abría paso. El cartel se iluminaba. Al principio sólo había sombras; lo mismo podían ser atletas que un entrecot con patatas. Luego el sol penetraba por las rendijas de las persianas, disipaba las tinieblas, y se distinguía el dibujo de varios corredores geométricos, alineados y cabezones. Al fin, se leía la leyenda de I Marathon Popular de Valencia.
– ¿Qué coño era eso del maratón? -me preguntaba dando vueltas en la cama, esperando a que todo el mundo se despertase. Sonaba largo, desafiante, mítico. Sonaba a engancharse. Yo quería probar de esa mierda.
Sin embargo, no empecé a correr regularmente hasta unos años después, en 1985, después de ver a Steve Cram batir el récord del mundo de 1.500 en Niza. Parecía todo tan fácil: aguantar en el pelotón, acelerar en la última vuelta, apretar un poco los dientes y, zas: 3:29.46, and the world record has gone.
Pero yo quería más.

Pretendía alistarme en el maratón de 1986, en el que finalmente sí debutó mi hermano con 4 horas y 21 minutos.
Me entrené sin largos, a razón de unos 6/8 kilómetros al día, dando vueltas al rectángulo que formaban los puentes de Campanar y Ademuz. Sin embargo, Toni Lastra, en lo alto de aquel viejo edificio sin ascensor de Pintor Peiró, me dijo que no podían correr menores de 18 años. Las normas estaban cambiando.
– ¿Habías entrenado mucho? -me preguntó con ese afecto verdadero que ponía él en todas las cosas del correr.
Yo le insistí, por si colaba, pero ya estaba decidido que no sería de la partida; Toni no iba a saltarse sus propias reglas.
– Lo siento de verdad -dijo-. Otro año te apuntas.
La verdad, le estaré eternamente agradecido por rechazar mi inscripción. Para empezar, no estaba preparado. Y además, su negativa me permitió descubrir que el atletismo era algo más que las carreras de fondo, y que en el medio fondo y la velocidad encontraría sensaciones más ajustadas a mi condición de deportista enclenque y quinceañero. Además, nunca tuve resuello para largas distancias.
Semanas después, ya casi en febrero, Toni me regaló la revista del Maratón de 1986; una especie de guiño por haberme dejado fuera. Servidor estaba ávido de saber sobre atletismo, y no podía haberme hecho un presente más valioso.
En aquella época no había Google ni Twitter, y para zambullirse en la actualidad running (entonces se llamaba footing), o te esperabas a que saliera alguna de las tres publicaciones del momento (Atletismo Español, Correr y Corricolari) o te subías los seis pisos de Pintor Peiró, y devorabas las revistas americanas que había en el pequeño salón social hasta que Alfredo de Ibarra, siempre muy serio y educado, te invitaba a irte porque ya eran las diez de la noche, collons.
La revista del maratón de 1986 fue un hallazgo, una premonición. Era el perfecto manual de Correcaminos. La leí tantas veces, que llegué memorizar algunos artículos: los consejos del traumatólogo, que no era otro que Roberto Ferrandis; las entrevistas geniales de Andrópolis, seudónimo de un multiempleado Toni; los consejos de Fernando Cort; la maravillosa Carta a un Presidente en la Eternidad, dedicada a Paco Gómez Trénor; la formidable narración de los 145 kilómetros entre Valencia y Fuentealbilla; los pormenores de la organización de un carrera de 42,195 kilómetros, que explicaba el propio Alfredo, infatigable en su pedagogía para que el pasmado lector entendiera la magnitud del evento: que si 500 kg de naranjas, que si 350 litros de Flectomin, que si una unidad móvil de radio. Ah, y la guinda del pastel, la clasificación completa de 1985, ganada por un repartidor de Matutano, Ramiro Matamoros, secundado por muchos ilustres valencianos: Alberto Casal, Eduardo Alcaina, Miguel Ángel Zaragoza, El Tigre, Marisa Martínez, Bartolomé Mínguez, José Román, Julián González, Joaquín Verdeguer, Paquito Guillem, Dulce Albors, su hermano Curro, Bernardo, Guillermo García Maiques, Juan Manuel López, José Luis Izquierdo y tantos otros nombres míticos de aquel año.
Había, sin duda, un poderoso espíritu de compañerismo en esas páginas concebidas al alimón por una generación de gente buena de Correcaminos que creó, amamantó y sostuvo las primeras ediciones del Maratón: entre otros, y además de Toni y Alfredo, Vicente Plaza, Vicente Moreno, Paco Borao, Isidro Rey, Luis Navas, Vicente Raga, Paco Gómez Trénor, Fernando Cort y, cómo no, Miguel Pellicer, el hombre de las ideas y los proyectos inmortales.
Aquella revista, con una concepción propia de la época y de las circunstancias, difícil de entender 34 años después, pero rabiosamente impactante en 1986, fue un tesoro para mí. Durante meses, y hasta años, la abrí buscando y encontrando en cada ocasión una enseñanza nueva.
¿Y sigue habiendo cosas que aprender en ella? La hojeo, y al instante me doy cuenta de que sí. Por supuesto. Aún me estremece la instantánea de Joan Benoit Samuelson, pañuelo en mano, venciendo en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984. Hizo 2h24:52 y fue la primera mujer que ganó el oro en la distancia de Filípides. Su cara de alegría encarna la dicha de todos los corredores de maratón, que sueñan con una historia feliz que no dura 42,195 kilómetros -mentira- sino todos los momentos que se viven alrededor, antes y después, y marcan para siempre nuestras vidas.
Juan Manuel Botella

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